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Un Mito para Nuestro Tiempo

Al final de su carta del 14 de septiembre de 1960, Jung escribía:

"Guardo mi luz y mi tesoro, convencido de que nadie ganará -y yo mismo sería herido sin esperanza- si la perdiera. Ella es lo más alto y más preciado, no solamente para mí, sino, sobre todo, para la oscuridad del Creador, quien necesita del Hombre para iluminar su Creación."


En sus Memorias póstumas, este pensamiento se completa. También allí cuenta lo que refiere en su carta sobre cómo el jefe de los indios pueblos, Ochwián Biano, creía que ayudaba al Sol a levantarse en el amanecer. Y Jung trata de encontrar para el hombre moderno un Mito tan trascendente o vital como aquél. Este se le revela en su propia vida, en su trabajo de años: Iluminar la oscuridad del Creador. Proyectar la luz de la conciencia en ese mar ilimitado y sin fondo, en lo Inconsciente, que no es otra cosa, quizás, sino Dios mismo... Este es el Mito vivo y trascendente a disposición del hombre moderno, aunque no de todos los hombres. Dar conciencia en el sentido junguiano no equivale a racionalizar, sino a proyectarse con 'esa luz que es su tesoro' y que emana de aquella misteriosa 'central' de la persona, del individuo, para dirigirse al reino de las sombras e ir incorporándoselo en un proceso sin fin. Jung ve en los ojos de los animales el sufrimiento de la noche de la creación, el miedo, su peso, en donde aún no se ha hecho la luz. Y cree descubrir que ellos nos necesitan, nos esperan para que les revelemos el mundo y el misterio de sus dolorosas existencias, para que los contemplemos y los reflejemos, proyectándolos en la luz. En una palabra: para que lleguemos a ser el espejo de la creación, del animal, del árbol, del río, de la piedra y, tal vez, del mismo Dios. Somos, en fin, la conciencia del mundo, el espejo de la flor; la Naturaleza nos ha formado a través de edades, para que la revelemos, para que la contemplemos en su efemereidad, en evanescencia. Y ahí están, entonces, los seres, los objetos sacramentales, esperándonos. Nosotros pasamos y no lo sabemos. Pasamos sin ver, sin mirar. Pasamos sin saber que la flor grita de dolor porque la contemplemos, que la sartén espera nuestro saludo matinal, que el sol necesita que se le ayude a mantenerse en lo alto, que la Tierra pide ser apoyada en su movimiento de rotación. Y cuando llegamos a mirar a la flor, ella lo sabe, lo siente y nos lo devolverá con alguna forma de amor, tal vez cuando estemos disolviéndonos en el seno de la tierra.

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