fragmento:
El Sendero Secreto
Paul Bunton
UN SABIO DE ORIENTE
Hace algunos años
vagué por un tiempo por las calcinadas tierras de Oriente, con el propósito de
descubrir los últimos vestigios de ese “Oriente místico”, acerca del cual
muchos de nosotros hemos oído hablar, pero muy pocos han encontrado. En uno de
esos vagabundeos encontré a un hombre excepcional, que ganó rápidamente mi
profundo respeto y mi humilde veneración. Si bien este hombre pertenecía por
tradición a la clase de los Sabios de Oriente, clase que casi ha desaparecido
del mundo moderno, evitaba todos los intentos de revelar rápidamente su
existencia y desdeñaba todos los esfuerzos para darle publicidad.
El tiempo avanza como
una corriente tumultuosa, arrastrando con él a la humanidad y ahogando con su
ruido nuestros pensamientos más profundos. Pero este sabio permanecía alejado,
tranquilamente sentado junto a una verde orilla y contemplando el gigantesco
espectáculo con una serena sonrisa de Buda. El mundo quiere que sus grandes
hombres midan sus vidas de acuerdo a sus normas punitivas. Pero ninguna regla
ha sido creada que pueda abarcar la plena medida de esos grandes hombres, si es
que merecen realmente ese nombre, porque su grandeza no proviene de ellos
mismos, sino de otra fuente. Y esa fuente se extiende hasta el infinito.
Ocultos aquí y allá en lugares apartados de Asia y de África, unos pocos
visionarios han preservado las tradiciones de una antigua sabiduría. Viven como
fantasmas mientras guardan su tesoro. Mora en un mundo aparte esta raza
espectral, manteniendo vivos los divinos secretos que la vida y el destino han
conspirado para confiarlo a sus cuidados.
La hora de nuestro
primer encuentro aún está grabada en mi memoria . Me encontré con él
inesperadamente. Él no hizo ningún intento para una presentación formal. Por
unos instantes, sus ojos sibilinos se posaron en los míos, pero toda la sucia
tierra de mi pasado y las blancas flores que habían empezado a crecer en ella,
fueron vistas del mismo modo durante ese breve tintinear de la campana del
tiempo. En aquel hombre sentado había una gran fuerza impersonal que leía las
escalas de mi vida con mejor vista que yo pude tener jamás. Yo había dormido en
la perfumada cama de Afrodita, y él lo sabía; también había tentado a los
gnomos de mi pensamiento a que cavaran en las profundidades de mi espíritu en
busca del oro encantado; él también lo sabía. Tuve la impresión, asimismo, de
que si lo seguía por los misteriosos senderos de su pensamiento, todas mis
miserias desaparecerían, mis resentimientos se transformarían en tolerancia y
yo habría de entender la vida en vez de limitarme a formular quejas contra
ella.
El hombre me
interesaba mucho, a pesar de que su sabiduría no era de la clase que se muestra
fácilmente asequible y a despecho de la fuerte reserva que lo circundaba. Quebró su silencio
habitual tan sólo para contestar preguntas sobre temas profundos como la
naturaleza del alma humana, el misterio de Dios, los extraños poderes que yacen
latentes en la mente humana, y cosas por el estilo. Y cuando se puso a hablarme
quedé sentado, fascinado, escuchando su suave acento, ya bajo un ardiente sol
tropical o la luz pálida de una luna creciente. En aquella voz serena había
autoridad, y la inspiración brillaba en sus ojos luminosos. Cada frase que pronunciaban
sus labios parecía contener un precioso fragmento de verdad esencial. Los
teólogos de un siglo menos iluminado enseñaron la doctrina del pecado original;
pero este Adepto enseñaba la doctrina de la original bondad del hombre.
En presencia de este sabio uno
sentía seguridad y paz interior . La irradiación espiritual que emanaba de él
penetraba en todas las cosas. Aprendí a reconocer en su persona las sublimes
verdades que enseñaba, mientras me inclinaba hacia la reverencia por la
increíble atmósfera de santidad que lo rodeaba. Poseía él una deífica
personalidad que desafía toda descripción. Pude haber tomado notas
taquigráficas de los discursos de este sabio; pude incluso grabar sus palabras;
pero la parte más importante de sus declaraciones, el sutil y silencioso sabor
de espiritualidad que emanaba de él, eso no se podía registrar. Por lo tanto,
si quemo incienso literario delante de su busto, no es sino una pequeña parte
del tributo que debo prestarle.
No se podía olvidar su sonrisa
maravillosa y generosa, con su toque de sabiduría y de paz ganados con el
sufrimiento y la experiencia. Él era el hombre más comprensivo que jamás
conocí; se podía estar siempre seguro de que sus palabras nos harían mucho
bien, y lo que él decía siempre verificaba lo que nuestro más profundo
sentimiento ya nos lo había expresado.
Y sin embargo, en sus momentos de
sosiego, su rostro mostraba una expresión de profunda melancolía; más era una
resignada melancolía, no una de tipo rebelde y amargo como se ve a menudo... Se
podía suponer entonces que en algún período de su pasado él había sufrido
alguna inexpresable agonía.
Las
palabras de este sabio siguen ardiendo en mi memoria como luces de boyas.
“Recogí frutos de oro de mis raras entrevistas con hombres sabios”, escribió el
transatlántico Emerson en su diario, y es cierto que yo recogí cestos enteros
durante mis conversaciones con este hombre. Los mejores filósofos de Europa no
se podrían comparar con él. Pero la inevitable hora de la separación llegó. El
tiempo dio una vuelta en torno a este globo nuestro, regresé a Europa, me vi
ocupado en una cosa y otra, hasta que, hace muy poco tiempo, preparé de nuevo
mi regreso a Oriente. Me proponía nada menos que cruzar el Asia, en una
exploración de un extremo a otro en busca renovada de los últimos exponentes
vivos de la verdadera sabiduría y magia del antiguo Oriente. Mi intención era
atravesar los desiertos dorados de Egipto y viajar entre los jeques sirios;
codearme con los últimos fakires en las remotas aldeas del Iraq; interrogar a
los místicos sufis de Persia en mezquitas con graciosas
cúpulas en forma de cebolla y minaretes cónicos; asistir a las taumaturgias de
los magos yoguis, a la rojiza sombra de los templos hindúes; hablar con los
lamas hacedores de maravillas que moran en la frontera del Tíbet y Nepal;
sentarme en los monasterios budistas de Birmania y de Ceylán y entablar
conversaciones telepáticas con sabios centenarios y de piel apergaminada que
existen en las tierras de la región interior de China y el desierto de Gobi.
Tenía el equipaje casi preparado,
mis papeles en orden y me disponía a partir. Di vuelta el rostro a las calles
congestionadas de la gran ciudad donde vivía.
“Londres es un palo de descanso
para cada pájaro”, escribió el astuto Disraeli. Pero yo debo ser uno más bien
anticuado. Me agrada la tranquilidad de las calles del Londres del siglo XVIII,
las viejas y dignas plazas con sus verjas, y las veo como oasis dentro del desierto
de la agitación moderna. Creo ver los fantasmas con casacas de seda y calzones
ajustados a la rodilla, cuando de noche recorro las verdes plazuelas. No me
gusta el Londres que sirve de escenario a las multitudes apresuradas y a los
innumerables vehículos. Me gusta el Londres que aún se mantiene quieto en las
amplias riberas del Támesis, en lugares como Rotherhithe y Wapping. Allí, junto
a los vetustos y pintorescos muelles, junto a viejos galpones, me paseo rodeado
de una atmósfera que recuerda de alguna manera al mar y contemplo las
románticas barcazas que remontan el río. Un remolcador averiado por los años,
que se aleja serenamente por el Támesis, me gusta más que un ómnibus
pintarrajeado y demoníaco que avanza por las calles de su ruta crispando los
nervios con su ruido infernal.
Y así fue cómo este día señalado
por el destino busqué unas horas de sosiego entre algunos árboles amigos, en la
verde campiña. Los encontré luego de atravesar ondulantes colinas de arcilla,
desiertas hondonadas y tranquilos bosques de hayas. Mis ojos se cerraron a
medias; los ruidos confusos y estridentes de los hacinamientos ciudadanos se
habían perdido, y una vez más me encontré sentado sobre la hierba, en una
quietud casi hipnótica.
No transcurrió mucho tiempo antes
de que una vieja costumbre se impusiera en mí y extraje del bolsillo una
gastada libreta de apuntes. Con una lapicera fuente en la mano y la libreta
sobre la rodilla, busqué la forma de echar la red a los tenues pensamientos y a
los hermosos ensueños que nadan en la mente cuando todo está en calma. En medio
de este silencio campestre y solitario me siento más a gusto que en los salones
de la ciudad y es en compañía de las hayas plateadas que he sentido una más
hermosa y sincera presencia que la de muchos otros seres humanos.
Era la apacible estación autumnal
y en derredor se veían las hojas doradas y verduzcas que caen en tan grandes
cantidades cuando la vida del año empieza a declinar. El sol oblicuo de la
tarde iluminaba generosamente el paisaje. Las horas pasaban y el
suave susurro de algunos insectos se desvanecía a medida que éstos se elevaban
en el aire; pero la pluma seguía inmóvil entre mis dedos.
Junto a la silenciosa orilla de
la mente uno espera que se presente alguno de esos estados de ánimo exaltados
cuyos frágiles cuerpos son como finísima gasa. Tan delicados son que, si no
tiramos la red con precisión, el grosero lenguaje de los hombres aplastará a
los etéreos visitantes con su pesadez, y tan tímidos que a veces hay que
esperar mucho tiempo antes de que el primer extraño se atreva a meterse dentro
de la red. Pero cuando hemos reunido a unos cuantos cautivos, entonces nuestro
corazón encuentra su recompensa.
En este elemento espiritual posan
todas las fragantes esperanzas de los hombres, esperando, como las flores en
una planta, que las gentiles manos del jardinero vengan a recogerlas para las
gentes ciegas. Estas visitaciones de un elevado estado de ánimo nos brindan las
joyas que pueden adornar nuestros escritos. En estos sagrados momentos uno se
pone en contacto con el infinito. Las frases se forman por sí solas, no sabemos
cómo; los párrafos abandonan las esferas superiores y descienden a este nuestro
mundo sublunar, para alimentar a nuestra pluma. Debemos entregarnos a estos
estados de ánimo misteriosos, no resistirlos. De este modo uno se vuelve digno
de convertirse en un mediador entre los dioses inmortales y los olvidadizos y
frágiles hombres.
Este día, sin embargo, juzgué que
había esperado en vano, de tal modo que cerré la libreta y volví a meter la
pluma fuente en el bolsillo. Dentro de muy poco rato la extraña hora del
crepúsculo borraría el rostro del tiempo y los ligeros pies de la noche
empezarían a andar tímidamente. Entonces habría de levantarme del tronco caído
donde había meditado en vano y con lento caminar emprendería el camino de
regreso, cruzando campos obscurecidos, a través de los bosques que las hojas
caídas habían alfombrado de un intenso color castaño dorado.
Pero en lugar de ello se produjo
una extraña pausa, y una película cayó sobre mis ojos, haciendo que el sentido
de la vista perdiera la noción del mundo terrenal que me rodeaba. El licor
corría por mis venas, desplazando a la perezosa sangre, mientras una poderosa
luz amarilla parecía brillar dentro de mi corazón. Una mano pareció tocarme en
el hombro, de modo que alcé la cabeza y miré hacia arriba, para encontrarme con
un rostro bondadoso que se inclinaba sobre mí.
Y aquél que conociera en el
Oriente, el sabio, apareció ante mí su barbado rostro tan claro, tan
reconocible como si lo viera en carne y hueso. Se acercó a mí con un paso tan
silencioso como la caída del rocío matutino. Le hice la humilde pleitesía de mi
corazón, en señal de saludo y veneración. Sus ojos extraños, penetrantes, se
posaron en mí.
Y en tono gentil dijo:
—Hijo mío, no
está bien. ¿Te has olvidado de la compasión? ¿Quieres ir a acumular
conocimientos cuando otros se mueren por las migajas de la sabiduría? ¿Te
comunicarás con los Seres Divinos cuando hay otros que buscan a Dios pero sólo
perciben la barrera infranqueable del cielo; cuando hay quienes elevan sus
plegarias al vacío, de donde no obtienen ninguna respuesta? Fija tus pies, si
es necesario, pero no olvides a tus hermanos que están en la obscuridad. No
vayas a las tierras de palmeras ondulantes hasta que hayas reflexionado bien
sobre mis palabras. ¡Que la paz sea contigo! Aum.
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